Acompañarla a morir fue la experiencia terrenal más dolorosa pero a la vez, la experiencia espiritual más sanadora y removedora.
Aunque siempre fui la “oveja negra” de la familia, era a la que siempre acudían cuando las papas quemaban. Era yo la que hablaba con los médicos, controlaba su medicación y le daba sermones de autocuidado que nunca escuchaba.
Esa noche tenía mucho miedo de que mamá muriera en mis brazos, tenia miedo de ese momento preciso en que dejamos de respirar, porque de alguna manera, era enfrentar también mi propia muerte. Ella pedía por mí. ¡Qué paradoja la vida! ¿Por mí?
Le di agua y helado, pasé crema en su cara y su cuerpito frágil, la perfumé y peiné cada día, tratando de llenar de vida la muerte. Por primera vez, mamá se abría al amor. Por primera vez, la sentí cerca y en el lugar que siempre debió estar: mi mamá.
Cuando me dijo: “me voy”, sentí mi pequeñez y mi impotencia. Tomé su mano y mi hermano la otra. Teo, su perro, permanecía inmóvil a su lado. Nos preparamos para despedirla. Pero ella esperaba a Karina, mi hermana, que la aferraba tanto como nosotros la liberábamos.
Esa noche la acompañamos desde la habitación contigua porque yo sabía que morir, como nacer, es un proceso individual. Al amanecer, partió.
Mamá me enseñó más con su muerte que con su vida. Con ella murió un pedacito de esa hija que ya no soy, con ella partió la niña herida que fui, con su amor se llenaron los vacíos y se liberaron los rencores. Soy todo lo que ella no pudo o no quiso ser.
Hoy, la reconozco en cada viejita que camina cansina por las calles, en cada día nublado, en la campera que me abriga en este invierno en particular. Y para siempre, la espero en cada Navidad, en la que juntas y a la distancia, celebraremos mi renacer.