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La huida

Hacía mucho tiempo que estaba sola. Demasiado, diría su terapeuta. Pero a ella no le importaba. Había sobrevivido a aquellos tiempos de sometimiento y de ocuparse de todos y de todo, menos de sí misma. Había trabajado largas horas, sin diversión, sin música, sin siquiera mirarse al espejo. Había aprendido a diluirse en esa soledad hermética que la protegía de su mente mezquina, especialmente en las noches, cuando la cama le quedaba grande y le faltaba un hombro en el que sentirse a salvo.

Él la encontró en esa comodidad interior y sin permiso, se coló en sus espacios sagrados y ocupó las pocas horas sobrantes de su día. Fiel a sí misma, mantuvo distancia. Toda la que pudo. De ella y de él. Como está acostumbrada a hacerlo cuando no conoce bien a alguien. No se permite eso que no sabe bien qué es pero que la saca del molde, la confunde y a la vez, la seduce. Ella busca dentro de sí, en su mente, las herramientas que la pongan a salvo pero igual, pierde el equilibrio una y otra vez. Entonces, escribe. Y se mira a través de sus textos. Tiene todo el tiempo a su merced y rotas las cadenas que la ataban a una vida sin sobresaltos. Por eso no entiende que es lo que la frena y la asusta.

El la invita a mirarse de nuevo. La envuelve de esa forma que a ella le gusta pero al mismo tiempo, la paraliza. Aunque disimula. Entonces, cuando no puede más, se vuelve coraza y se queda ahí, quietita, deseando el momento en que él, la vuelva a llamar.