Saltar al contenido

El virus que me ayudó a soltar

Tocamos fondo y se fue. Juntó algunas cosas, las puso en unas bolsas grandes y se fue. Me dio un beso breve salpicado de enojo. Lo dejé ir, haciéndome la fuerte pero sabiéndome rota. Por todas partes, rota. Lloré. Lloré desconsoladamente como tantas noches de otrora, sin más compañía que la almohada, sin más presencia que mi alma. Pedí luz y fuerza. Para él y para mí. Y me dormí.

Desperté mejor, con la paz que traen las decisiones correctas. Me mantengo distante, pero no ausente porque jamás se está ausente en la vida de un hijo. Él no escucha, o me parece que no escucha. Elige, lo que quisiera que no eligiera. Actúa como si nada le hubiera enseñado durante todo este tiempo. O al menos, eso me parece.

Me enojo y vuelvo a llorar. Todos me dicen que tengo que soltar. Como si fuera tan fácil. Todos me dicen que ya es un hombre, como si no lo supiera.

Los veo juntos y siento miedo. El mismo miedo que durante 15 años me hizo invisible. Pero él no tiene miedo, o al menos, eso me muestra. Desde que se fue, habla poco. Expresa poco. Trato de imaginar un mejor lugar del que tuvimos juntos. Trato de no estar, pero no puedo. Me golpeó una y otra vez con la realidad. Y otra vez no puedo.

Entonces llega el virus, este bendito virus que nos distancia, a pesar mío, a pesar suyo. Él necesita crecer y yo, necesito soltar. La distancia nos silencia aún más. Busco de mil maneras, no pensar. O pensar poco, soltando esa necesidad de ser imprescindible y omnipresente. Entiendo que no es él, soy yo. Lo sé. Al fin lo sé cuando dejo que ese vacío me invada y me atraviese para entender de una buena vez, que su vida no es la mía. Que ya no tengo ese poder. Y aunque quisiera volverlo a mi vientre para susurrarle canciones de cuna, al fin aceptó que es tiempo de hacer una pausa. Una amorosa pausa para dejarlo volar.